Mi gato Yugoslavia by Pajtim Statovci

Mi gato Yugoslavia by Pajtim Statovci

autor:Pajtim Statovci [Statovci, Pajtim]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Fantástico
editor: ePubLibre
publicado: 2014-01-01T00:00:00+00:00


II

When you touch me, I die

just a little inside

I wonder if this could be love

LADY GAGA, «VENUS».

10

Cuando íbamos a Kosovo, cada verano, viajábamos casi tres mil kilómetros en autobús, ya que mi padre se negaba a ir en avión o en tren. Decía que se movían tan rápido que no soportarían el trayecto, que sus estructuras metálicas cederían y se desintegrarían en piezas minúsculas y la gente saldría despedida de ellas como si fueran cohetes.

Cogíamos en Helsinki el ferri hacia Estonia, y desde Tallin viajábamos en autobús a Berlín. En Berlín, cambiábamos de autobús para ir a Viena, y en Viena volvíamos a cambiar y cogíamos el autobús que nos llevaba a Pristina.

De aquellos viajes, recuerdo el tiempo que pasábamos sentados, el sofocante calor y las siluetas de las ciudades. Recuerdo, por ejemplo, lo primitiva que parecía Tallin en comparación con Helsinki, lo repulsiva y descolorida que se erguía Varsovia a orillas del Vístula, y cómo me angustiaba la profusión de consonantes del polaco, idioma cuyas palabras sonaban todas fuertes y violentas. Cuando le conté esto a mi padre, él dijo que el polaco era justamente así porque los polacos son duros y violentos y apoyan a rusos y serbios. «Gracias a Dios, solo quedan trescientos kilómetros de este maldito país».

Cuando habíamos atravesado Polonia y sus interminables filas de camiones, llegábamos a Alemania, con sus carreteras nuevas de cuatro carriles, que olían a asfalto fresco y por las que se conducía tan rápido que ir en autobús daba aún más miedo que las letras polacas.

Recuerdo lo modesta que empezaba el área de Berlín. No llamaba la atención, sino que transcurría lentamente, como los músculos de alguien que sale a correr. Y recuerdo las prisas en Berlín, el escaso tiempo que teníamos para cambiar al autobús de Viena. Siempre era igual: ni siquiera teníamos tiempo de ir al baño, y mucho menos de estirar las piernas, y la rabadilla me empezaba doler en el mismo momento en que el autobús se ponía en movimiento.

Pero no importaba, porque pronto llegaríamos a Viena, mi ciudad favorita. Sus altos edificios tenían bonitas formas: torres puntiagudas y construcciones arqueadas una tras otra. Estaban fabricadas de cristal brillante, y las personas que caminaban entre ellas parecían satisfechas, contentas y hermosas y, lo más importante, felices. Sobre todo, esperaba las horas que pasábamos en la terminal de autobuses de Viena, aunque nunca me daban permiso para explorar por mí mismo los alrededores.

Me fascinaba todo lo que había: los modernos bancos en los que nos sentábamos, los diseños de las bolsas de la compra que llevaba la gente, la forma tan ligera que tenían de expulsar el humo de sus pulmones, como si nunca lo hubieran tenido dentro, los coches con sus deslumbrantes chapas y los neumáticos que parecían ir hacia atrás, aunque, obviamente, se movieran hacia delante.

Apoyé la frente contra la ventana del autobús de Pristina y soñé que, algún día, podría volver a esta ciudad y visitarla, podría ir a todos aquellos edificios a los que nunca nos habíamos acercado y que quedaban atrás después de unos diez minutos al volante.



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